Tuesday, September 14, 2010

Rosas para mí


La conocí en uno de esos salones de belleza al que solía acudir más que por salir con un buen corte de cabello, para mitigar la depresión de aquellos primeros tiempos. Raquel, mi amiga, recién se graduaba de la escuela de cosmetología y la habían contratado. Creo que por entonces yo era su único cliente.
Me la presentó Betty, la dueña del salón. Ella no dejaba de hablar de sus experiencias sexuales del sábado anterior en la noche donde había conocido a un mulato y se habían jurado amor eterno.
Siempre me han gustado las conversaciones libres de convencionalismos,  por lo que a los pocos minutos yo también le juraba ser su amigo eterno. Nos reímos hasta más no poder y al despedirnos aquella tarde los dos nos despedimos con la sensación de haber conocido a otro semejante en el desierto.
Al segundo encuentro yo regresaba a recibir los desastrosos tijeretazos de Raquel y de paso a hacer un poco de terapia (no hay mejor lugar que una peluquería, con el barullo de las peluqueras criticando a cuanto artista mejicano existe, para dejar atrás el estrés y la depresión). Deprimente opción, pero los terapeutas cobran muy caro y no te dejan tan bonito. Ella estaba allí entre risas y cuentos. Me recibió con un abrazo y un "¡MI AMIGO!" que se escuchó en toda la cuadra. En sus ojos había un brillo que de tanto verlo en los míos lo podía reconocer en los demás. Percibía que detrás de tanta alegría y apariencia de gloria había un cuerpo que estaba casi al derrumbarse. Es algo que se presiente, esa suave melancolía que por mucho que tratas de apretar la garganta se te sale por los ojos. Al despedirnos aquella segunda tarde, antes de que me fuera, fue al vendedor de flores y me trajo un ramo de rosas rojas.  Yo no sabia cómo aceptarlas, ni si debía ir y comprarle otras a ella en retribución. Ella no me dejó mencionar las palabras de agradecimiento y en un arranque de valor me dijo que en esos últimos días que le quedaban libre yo había sido alguien muy lindo que había conocido y se llevaría a la cárcel con ella el grato recuerdo de mi amistad.
Sólo me explicó que había estado en el lugar incorrecto a la hora incorrecta y que después de dos largos juicios ya tenía la sentencia. Ahí el del nudo en la garganta era yo, con el primer ramo de flores que me regalaban y la circunstancia de no saber qué decir en tal situación.

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